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Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

Y las batallas de amor perdidas (II)

La indicación era sostener el líquido en la zona afectada. Y me alivió. Pero al marcharse el anestésico, volví una y otra vez a aplicármelo. Y esto durante todo un día, tal vez por seis o siete ocasiones. A la mañana siguiente, noté que el cacao –me encantaba despertarme con este brebaje, como un niño, lo reconozco, desde que dejé el café y todo lo demás– no me sabía igual; bueno, no me sabía a nada. Pasaron las horas, probaba las comidas del día, y nada, ni queso, ni tomate, ni pasta, ni cuanto ingerí aquella jornada. La mala había conseguido despojarme del gusto, el único placer que me quedaba desde que –para tratar de gustar más a María– dejé de fumar, de beber y de todo, lo reconozco. Entonces debí haber calibrado su poder, pero no lo hice. El gusto me ha ido llegando en las zonas más externas de la boca, pero la lengua quedó inútil. Ahora no me queda ni eso. Lo único positivo es que así me está resultando más fácil dejar de comer y así bajar el peso suficiente como para adelgazar y así, tal vez –es mi último recurso- poder gustar de nuevo a María. Y a lo que iba es de nuevo a María. El sortilegio de mi gusto lo había obrado con ella e incluso con mayor efecto. Efectivamente, tantos y tales consejos le dedicó acerca de mí, que María perdió el sabor de su relación conmigo. O, bueno, el poco que le quedaba, si somos sinceros, o si continuamos con este tono alegre y optimista. En ambos casos, la mala nos despojó de algo tan querido que nuestra vida se ha convertido en una insulsa sucesión de sinsabores.

Y las batallas de amor perdidas (I)

Es una desgracia que María no hablara conmigo, en vez de gritar, e incluso –entramos en el terreno de la utopía– que razonara, y, en cambio, sí que se quejara ante la mala. Sé que así ha sido, porque no hacía falta más que ver la forma en que me miraba la mala. Así que a veces pienso si, antes de todo el embrollo y el consiguiente drama, no fue a propósito el atentado que sufrí, o que yo mismo me infligí pero a instancias de la mala. Lo cuento. Resulta que el mismo día que llegué, después del viaje, porque no pude limpiarme los dientes o por lo que fuera, se me generó un absceso en la encía. La mala me recomendó una pócima que ella tenía para casos semejantes. Yo nunca me medico y menos hago caso de los consejos farmacéuticos que no procedan de profesionales. Ellas empezaron su discurso de encantamiento, como en un rito hechiceresco: "no le dolerá tanto...", "es un quejica...", "es que los hombres..." Y yo no soportaba el dolor, pero era sábado y pretendía esperar al lunes para consultar a un médico dentista. Pero el sortilegio funcionó y me tomé la pócima.

Manolo, el del bar, al fondo (y III)

Quiero concluir esta parte, en la que he hablado poco de Manolo porque no puedo aún hacerlo, acabo de comprobarlo, con una consideración acerca de todas esas humillaciones o esas carencias que conllevaba mi relación con María. Alguien puede preguntarse que por qué seguía con ella. Y le respondería que no conoce lo que es estar enamorado después de tantos años. Yo estaba anulado –una amiga anteayer me dijo que si había perdido el alma-, pero prefería estar anulado. Y si hubiera de fingirme deprimido para que ella estuviera conmigo, lo habría fingido. Pero ya es demasiado tarde; pensé que al regreso de México, donde me invitaron a presentar la Historia de las noches, cuando sentí que el proceso depresivo había concluido, ella se alegraría. No sé si al encontrar a un nuevo hombre, más seguro, más fuerte, más ágil, se produjo lo contrario de lo que yo esperaba y el proceso se aceleró. Prefería un enfermo o a un homo casi que a un tercer hombre. Y ahora me ha convertido en un niño. Porque reconozco que mi actitud tiene mucho de niño; pero es que ahí me ha dejado y no soy capaz de salir de ese estado, del enojo callado de un niño dolido. Pero esta herida se expande y siento que se va a convertir en un cáncer sin remedio. Y quiero llorar y no puedo.

Manolo, el del bar, de fondo (II)

Pero a lo que iba es a que me dejó solo con mi duelo por mi amigo Manolo y que, además, a su regreso vino de uñas. Los primeros días fueron insufribles. Finalmente me amoldé, de nuevo, a su tiranía del silencio y del hago lo que me da la gana. Eso sí, a la más mínima variación de estas normas, los gritos estaban asegurados. Y lo que quería contar es que cuando la mala me vio, ella sí me preguntó si aún me sentía afectado por la muerte de mi amigo. Parecía sincera y creo que lo era. Yo, como ahora, sufro extraordinariamente por la pérdida de Manolo, el mejor de nosotros, a quien en sus peores momentos no supimos ayudar. Su depresión le hundió hasta una profundidad a la que ya no alcanzábamos a ver, y no nos dijo nada, como siempre. Ya casi había perdido los dos pulmones, su problema en la rodilla se convirtió en irreversible tras las dos últimas operaciones de junio, y la soledad lo mató. Pues bien, me pareció que la mala sí entendía mi duelo. Sin embargo, a su regreso de las vacaciones, María no me había preguntado por mi estado y, en cambio, se lanzó a una especie de guerra de reconquista incomprensible. Hasta entonces yo podía hablar; era un derecho que me había ganado con la Constitución de 1978. Pues lo perdí el 7 de julio de 2002. Y no voy a citar otros derechos menores que me fueron conculcados en razón de ese cambio que se produjo en María. No obstante, la mala, cuando la vi en septiembre, me preguntó cómo estaba, me abrazó, me achuchó –demasiado, yo creo–. Hoy puedo pensar que la mala no era tan mala ni la aamiga ha resultado menos mala y sólo, en cambio, estulta. Es una más de las dudas que me sobrevienen, de las confusiones que han producido todo esto. Y es que yo amo a María e inconscientemente quiero exculparla de toda maldad. Ahora, por cierto, acaba de pasar aquí cerca, se acaba de levantar, y, como siempre, no dice ni hola ni buenos días. Ya estoy acostumbrado y especialmente desde el 14-S. A lo que iba desde un principio: no sé si voy a poder soportar tanta pérdida. Hace poco más de un par de meses, mi mejor amigo; ahora, María.

Manolo, el del bar, de fondo (I)

Los lectores de El obelisco y la cruz conocerán a Manolo, el camarero de La Esfinge que sirve a Seve al principio de la novela. La noche del primer día de julio se suicidó. Era el día de mi cincuenta cumpleaños. El sufrimiento ha sido tanto desde entonces, hasta que llegó lo de María. Y lo de María comenzó pronto, porque no pudo venir conmigo al entierro y al día siguiente se marchó de vacaciones con la mala. No, no hay miedo de ninguna infidelidad; siempre he confiado en María, al menos en ese aspecto. Y con la mala acompañándola, habría asustado a todos los veraneantes. Y me pido disculpas a mí mismo por ser algo cruel –debe permitírseme en estas circunstancias– y por no ser lo explícito que debiera con respecto a sus gracias físicas. Aún comienzo a vestirme por los pantalones aunque algunas no lo quieran así. En esos días que pasó junto a la mala –me pasa como en mis novelas: lo que odio, no lo nombro; no merece estar en mis páginas–, desconozco lo que ocurrió pero lo imagino: hablar de mí, y del adonis, claro. En la comparación, yo salía perdiendo a vistas de María. El caso es que la estancia iba a ser de un día, pero paulatinamente se fue prolongando hasta cinco o seis, no recuerdo. Y, además, desde la playa, me dice a mí, en esta meseta de casi cuarenta grados, que sólo se vive una vez, que hay que aprovechar. Yo sí que estaba de vacaciones después de haber terminado la novela, yo sí me podía permitir unas vacaciones, pero ella tampoco este año quería pasarlas conmigo. Y se buscó otra vez a alguien. Y pidió unos días libres para poder irse con la mala. Y ni llama cuando llega –a veces ni cuando se va–. Luego me dice que por qué no soy yo el que la telefoneo. Ella se marcha quién sabe dónde, y yo he de telefonear. Primero, que no quiero que mi llamada la sorprenda conduciendo; segundo, que ella no suele llevar el móvil, con lo que encontrarla resulta imposible; y, tercero, que aunque tuviera el teléfono y no estuviera conduciendo, por qué iba yo a llamarla cada día si es ella la que se ha ido y la que no quiere regresar. Y, después, lo mejor. María dice que cómo va a cargar con el móvil, que pesa mucho. Es cierto, eso dice. Menos cuando lo necesita porque van a llamar otras personas. Pero, en fin, decía que es cierto que se excusa con el peso del móvil. Como no lo lleva, me dice que yo tengo el número de la mala, que llame a su teléfono. O sea, yo telefoneo a otro aparato, además, el de la mala, para mantener una conversación privada con mi pareja. Y todo esto cuando a menudo la conversación pretendía que versara sobre la misma mala o sobre mi machista idea de por qué no regresas conmigo, por favor.

El desencuentro (y II)

Mi visión de todo resulta tan radicalmente diferente a la de María, que incluso sobre sus contradicciones, insultos, mentiras, me creo a ratos culpable y en otros momentos, afrentado muy gravemente. Y es tanta la pena que siento por todo lo que ha ocurrido y por lo que no llevaba ocurriendo y ya nunca ocurrirá que, agotadas las esperanzas de que algo ocurriera en algún momento, el padecimiento deja paso al desconsuelo y éste a la anulación de mi persona. Sé que ella parecía anularme, me impedía hablar, discutir, divergir. Pero ahora no estoy anulado sino aniquilado. Y mi corazón golpea extraño de dolor. Y siempre el silencio de María, la incomprensión de María, la seriedad de María, el odio de María. Pero, ahora, esto, mucho más.
Después de quienes cayeron antes del fin de la historia por la guerra entre clases, la guerra de los sexos continúa cobrándose víctimas. Algunas son cruentas; no es mi caso, todavía. A veces pienso que mi amigo Manolo optó por una solución honorable.

El desencuentro (I)

Cuando uno se sume en este estado de soledad y especialmente en el momento en que la crisis se precipita, el fantasma del desequilibrio mental se cierne sobre uno. A mí me ocurre con frecuencia después de las discusiones o cuando ella se negaba a discutir porque intercambiar sus puntos de vista conmigo le suponía un esfuerzo y no podía gastar energías en ello, decía. Podía gastar esa energía en todo y en todos, pero no en mí ni en mis cosas. Con esto uno se hace idea del valor que yo tenía para ella. Se podría pensar que con estos antecedentes, lo extraño es que aún estuviéramos juntos. Ahí la economía resulta la ciencia que permite la explicación. Incluso sin Marx uno ve que la economía era la causa. Pues después de todo esto, de la invasión de la mala y del abandono, lo más lógico es que uno caiga en otra depresión, o que se reproduzca la anterior, lo cual me aterra. Sea como fuere, yo me cuestiono si todo es producto de mi paranoia –pensar que existe una confabulación entre la amiga y la mala–, de mi locura, de mi incapacidad para la relación correcta con otros humanos, o, cuando menos, mi incapacidad para mantener una relación duradera con una mujer. Y lo peor es que yo sigo pensando que me he portado bien, grosso modo. Reconozco que a veces he sido tacaño, miserable y jodón, pero en ocasiones contadas y por motivos altruistas –permítaseme el adjetivo– hacia mí, e incluso hacia ella. Mi trabajo es bastante respetable, mis libros me proporcionan un buen dinero, e incluso hay quien dice que resulto un poco atractivo. Yo no me lo creo, y de ahí mi carácter, mi tristeza y mis problemas varios. Pero a lo que iba, que después de la humillación y el abandono –he de reconocer que ella aún no se ha ido de casa, pero como si lo hubiera ya hecho: en cuanto pueda se marcharᖠyo me siento como que perdiera contacto con la realidad.

El tercer hombre (y II)

Y si hubiera un lector, diría con razón que debo olvidar el asunto de la mala, en el momento en que se mezclaron la envidia y la mentira, porque ya no tiene remedio, y que, por tanto, todo ha terminado. A lo hecho, pecho. Como se ve, voy a usar algún refrán y muchos dichos, populares y cultos, advierto, porque me son muy útiles. Pero a lo que iba era a la cuestión del tercer hombre, porque uno trata de colaborar –que no se olvide el listado de actividades–, aunque tal vez no sea lo suficiente. Pero es que resulta todo cuestión de mercado, desgraciadamente también: do ut des. Yo realizaría todas esas tareas si María regresara a pasear conmigo, si conversara conmigo, si me dejara opinar, si me preguntara mis pareceres, si no se enfureciera porque a veces difiero de sus posiciones, si me dejara besarla, si hiciéramos el amor, como antes, o si hiciéramos lo que fuera, pero como antes, por favor. Porque soy el tercer hombre, sí, pero voy camino del homo casi y sin bisbiseo, dada la inoculación de feminismo por la mala, no feminista, según ella, y por lo que me ocurre por las calles, sobre todo ahora que el calor aprieta en la ciudad. Digo esto porque uno es lo que es y a las mujeres se las ve lo que son, y ya digo que, sobre todo con el sol averanado. Y uno, sin querer, lo juro, la mira por ahí y ella se lo esconde o se siente indignada. Pero si es que no se puede evitar ver ni aunque mire hacia un lado, ante tamañas turgencias; pero si el tercer hombre aún ve, aunque sea sin querer, para que lo tachen a uno de machista, o de macho, que es peor; pero si es que al tercer hombre, o ya al cuarto, deberían construirle con los ojos hacia atrás, para no ver por delante. Aunque, ah, no, porque se posarían en las posaderas y eso tal vez resultara igualmente grave. Se busca el hombre de hormonas deshombradas.

El tercer hombre (I)

Si Graham Green no se hubiera ido y, en cambio, viviera hoy en nuestro país –seguramente ocurre o ha ocurrido igual en otros, pero allí todo habrá resultado de un proceso lento–, el argumento de su gran novela habría resultado distinto. Vamos al caso que no compete a mi colega inglés. El tercer hombre es aquel que surge de la desaparición de los dos anteriores. Es, digamos, un producto de la selección de especies, un ejemplar salido de la evolución natural del hombre, que ha ido desde el macho, en extinción, salvo en algún gimnasio y a ciertas horas en algunos bares, hasta el homo casi, con sus diferentes variantes sexuales, que vienen a ser dos, generalmente, aunque puede haber una tercera que hace a todo. El homo casi se generó por una mutación de los dos sexos primeros, aunque algunos sostienen que se originó por haber sido sometidos a un exceso de rayos de feminismo o a sufrir la inoculación de una copiosa dosis de la misma sustancia. En ciertos años, hubo quienes confundieron el fluido con el clásico matriarcalismo y lo ingirieron, con unas consecuencias dramáticas. Muy a menudo, el homo casi acabó por cansarse de los amantes de su mujer, de la tiranía del grito y de su aislamiento y trató de buscar una cura. Algunos se sometieron a operaciones a cerebro abierto que produjeron desiguales resultados. Y, por fin, surgió el tercer hombre como proyecto evolutivo avanzado. Se descubrieron evidencias de la mutación y fue llamado mujihombre, pero preferimos el genérico, pues éste apareció en unos laboratorios contaminados. En un principio se detectaron un buen número de deficiencias, pero el modelo va mejorando. En España ha aparecido en el mercado con bastante retraso, pero ha salido voluntarioso e incluso inteligente ya y puede ir corrigiendo poco a poco sus defectos de fabricación. Porque lo interesante es, además, que él mismo procede a autorrepararse los sistemas de instalación dañados. Los primeros prototipos se distribuyeron con un dispositivo invertido que les solivianta cuando trata de efectuar una reparación alguien ajeno al proceso de producción o a los operarios oficiales que han sido facultados y autorizados para la intervención técnica que se requiera.

Y lo que viene después es la nada (y II)

El caso es que después de todo, tal vez para ella y, a la larga, para mí, la mejor solución sea la separación. Hay demasiado de todo como para olvidar y dar marcha atrás. El orgullo herido de él y la fantasía en la que ella vive resultan malos consejeros. Y me pregunto, a propósito, si todas las mujeres, a quienes no conozco porque apenas me ha dado la vida para conocer un poco a una –y ahora veo que ni eso–, si este vivir más en la fantasía que en la realidad es propio de tantas o sólo de las que se han pegado a los culebrones y a las películas pésimas. No sé. ¿Qué hombre no se ha preguntado si su mujer, si la mujer de hoy, trabajadora o no, es una especie de mezcla sorprendente entre el Hombre con Tetas, Hamlet y Alicia Sin Wonderland? A mí, me parece que el hombre de hoy, pasado a diario por la batidora de una mujer sargento, ha terminado por ser un mujiombre, lo cual tal vez no fuera malo si todo quedara ahí. Pero es que después que el sargento se ha ascendido a capitán y a general y a generalísimo en tiempos de batallas caseras, resulta que le viene la hormona –y hablo sin saber del asunto, por suerte– y ella se convierte en la niña que a los cincuenta y un años –María tiene un año más que yo– piensa en un príncipe azul, que ya no soy yo, y en palacios por toda la geografía española, y en automóviles a mansalva, y en vacaciones trece meses al año. Y yo, que ya me iba acostumbrando a esto, ya no puedo desde el día en que la mala irrumpió en mi casa y María me sugirió que le pidiera disculpas:
– ¿Disculpas? Me insulta y espera a hacerlo precisamente aquí. ¿Yo tengo que pedir disculpas a alguien que viene a insultarme a mi casa...?
– Eso es, a tu casa, a tu casa... Siempre a tu casa. Cuando yo tenga mi casa...
Y yo entonces ya no pude más y me lancé contra la mala para decirle que no tenía por qué meterse en mi vida, que si la suya era tan desahogada respondía a que ella escribía best-sellers pésimos –esto sólo lo pensé– que la permitían disponer de ayuda remunerada en las tareas de la casa y, por tanto, de más tiempo para todo, incluso para el adonis. Pero le pedí, a mi manera, disculpas, con un ejemplar de mi última novela firmado y no sé qué más. Pero quedó aún indignada, aunque simuló no estarlo, pues se marchó de casa sin despedirse. Confieso que inconscientemente pretendo descargar a la amiga de la responsabilidad y le estoy imputando toda la culpa a la mala. Esa esperanza me quedaba: mi ex había sido obnubilada por el discurso sirénico de la mala; todo era producto de una fantasía más de ella, de esas que la alejan irremisiblemente de la realidad. Quería, necesitaba que ella quedara exenta de culpa (el rencor a menudo lo olvido en el armario o se desliza por el desagüe cuando me ducho por la mañana) o que su único delito fuera la ignorancia. Ansiaba engañarme porque la amaba, desde siempre y para siempre.

Y lo que viene después es la nada (I)

La misma mezcla de soberbia y vanidad nos obstruye el cerebro, pero la taquicardia, la inquietud y el malestar general dejan de ser indicios para convertirse en señales: la tragedia ha comenzado. La directora de escena, la mala, se ha retirado –ahora pasa a la etapa de difusión de la crueldad de él por los círculos profesionales de éste, quien, olvidó decir que ella también es escritora, pero mala escritora, además de mala mujer–, pero ha dejado arreglados todos los preparativos para el desarrollo del drama. La amiga, a pesar de la ayuda que procurará prestarla su ex-compañero, saldrá la más perjudicada. La estulticia se enseñorea como en el texto de Erasmo. Y el dolor se clava como nunca en nuestras almas, que han de prepararse para una sacudida de terribles consecuencias. La soledad se precipita contra la pareja. El auténtico quinto jinete de la era posmoderna, espoleado ahora por la envidia y la estulticia, golpea de nuevo a María y a Juan. Y lo que viene después es la nada. Tal vez María sufra, piensa Juan, pero, por lo que a él toca, lo siente muy doloroso, y siente que es más doloroso que cuando ella le ha faltado una y otra vez el respeto; que cuando sin despedirse se marchó un mes de casa a no sé qué; que cuando decidió hace años dejar de hacer el amor con él, que cuando decidió no besarle; que cuando decidió no ayudarle en nada de la casa; que cuando menospreció su trabajo; que cuando frente a su escritorio le dijo un par de veces que "tú no haces nada, te la pasas ahí sentado"; que cuando por motivos familiares hubo de partir junto a los suyos pero en vez del mes estuvo casi cuatro; más que cuando le abandonó en la puerta del psiquiatra al que había acudido en el momento más crítico de la depresión que todo esto –y la novela larga que no se terminaba- le provocó; más que cuando ella sola optó por operarse y él vio desmoronarse las últimas esperanzas de tener un hijo; más que cuando los gritos y la violencia comenzaron a dominar cada conversación; más que cuando le prohibió hablar y opinar. Lo que viene después de la nada es la nada, pero la primera nada le gustaba y la disfrutaba porque a veces había un algo. No sé si se me entiende.

Malas (y IV)

Yo creo que Malas debería de hablar de eso, pero cuando escribía mi novela no existía ese libro ni conocía aún que la maldad de una mujer y la estulticia de otra pudieran provocar el torrente que llenó un vaso para el que sólo restaba una gota para colmarlo. Porque, efectivamente, nadie ha de arrogarse el derecho de meterse en vidas ajenas y menos a dirigirlas desde la misma casa a la que acaba de llegar como invitada. Y todo porque la amiganecesita de más tiempo para ella, porque aunque no tiene todo el tiempo del mundo para la casa él debe cooperar más aún de lo que lo hace. Y él, cansado de dedicar más tiempo a la limpieza de la casa que a su trabajo, el que les permite vivir en ese edificio y que ella salga constantemente de viajes y de vacaciones, decide una vez más contratar a una mujer que ayude en esas tareas. No, pero la amiga no quiere. Quiere –y no quiere– que él trabaje en la casa. Y digo que no quiere porque se acaba descubriendo que poco importa si él lo hace o no; lo que la amiga quiere es no hacerlo ella, y menos cuando no la apetece porque no está haciendo nada y eso la gusta más que hacer algo. Como la mala, la amiga quiere no hacer nada; o, como mucho, estar de vacaciones permanentes, aunque haya que empacar maletas. Lo de desempacarlas ya se pensará. A mí me horrorizaba el regreso cuando me acompañaba a las promociones, porque las maletas duraban días sin desempacar, y no me dejaba a mí hacerlo. Pero pensándolo bien, para qué recordar todo eso si ya nada queda de lo que fue y ahora es todo un infierno. Al menos, entre las llamas, veo la casa está más limpia, a veces.

Malas (III)

Y la mala comienza la tercera fase: “... pues mi marido hace, mi marido habla, mi marido piensa, mi marido me...” Y todo lo que su esposo hace o la hace es lo mejor. Y uno pregunta: ¿Por qué nunca está con él? Pero la amiga no piensa en eso, sino en “... pues ni mi marido hace, ni mi marido habla, ni mi marido piensa, ni mi marido me...”. Cuando la amiga regresa a casa y encuentra a su esposo, que en este caso –el mío– es un hombre trabajador, que colabora en la casa –no olvidar hacer listado de actividades en que colaboro, o colaboraba, mejor dicho–, que por contentar a su pareja ni fuma ni bebe ni sale por ahí, gana un buen dinero y tiene una posición social regular, el hombre recibe tal sarta de censuras que se queda tambaleando. O, cuando menos, un silencio gélido, lo cual resulta más grave. Aunque queda la etapa final. Como la amiga y esposa ha visto que el marido (por citar dos conceptos -esposa y marido- aquí incorrectos, pero para entedernos) no reacciona ante tanto ultraje que ella ha sufrido durante siglos, se la ocurre invitar a la mala a casa. Es una más de las tantas invitaciones que ella sí puede hacer, porque como pone la comida pues pone a los invitados. Entonces, en la reunión, se procede a, de manera abreviada, ir de fase a fase para desarmar, humillar y vencer al enemigo, que es el hombre. Un hombre que –me refiero muy modestamente a mí, al menos– no tengo nada que envidiar al adonis de gentileza de la mala. Y el hombre –del que, por caprichosa abstracción, se obtiene una imagen lamentable, cruel y miserable–, el que era esposo o pareja de la amiga, sí tiene educación y aguanta embates, uno tras otro, y soporta como un esparrin, pero si tiene un poco de dignidad y un algo de orgullo, tras plato y plato de golpes, acaba por responder y, aunque no manda a la mierda a la mala, también por educación, termina por discutir con la pareja, por confianza de él y por estupidez de ella. La cortesía se agota. Ellas, que han bebido, como siempre, en exceso una cantidad de vino y licores que ni el cuerpo de un varón soportaría sin un trastabilleo mental, se acaloran, atacan unidas, se arropan entre ellas. El combate es dos contra uno. Y él dice algo que ya ni recuerda y se marcha agraviado, ofendido y ultrajado. En su propia casa, alguien ha venido a reconvenirle su actuación –incluso poco importaría si correcta o no por parte del esposo–; la hospitalidad se paga con veneno. Y la amiga marcha hacia él para decirle que le pida disculpas a la mala. Él lo hace, pero no se humilla de nuevo sino que lo hace a su modo. Aunque sólo como última concesión a años de convivencia con su ex-esposa (repito que no fue esposa oficial, como sabe el lector, pero para el caso es lo mismo), por el tiempo juntos, por los momentos en que se tenían confianza, por el amor que compartieron antes de la basura que comenzó a caer después.

Malas (II)

Por supuesto que cuando hablo de las otras malas no me refiero a las amigas sinceras, leales y justas de las que disfrutan algunas mujeres, e incluso muy pocos hombres. Me refiero a las otras, a las solas no por voluntad cuyos esposos abandonaron o prefieren la vida sin ellas, o les da igual que ellas estén o no en casa (no sé por qué empleo el plural, si me refiero a una sola mujer: la verdadera mala). Hablo de las mujeres ultrafeministas que dicen que no son feministas –éstas son las peores– y cuya vida se limita a no hacer nada, porque se han casado bien o porque su labor de funcionaria les deja demasiadas horas libres y el dinero suficiente para casi todo tipo de caprichos que provocan la envidia en las demás. Ese dinero y la posición la ejercen con una autoridad sobre las amigas –voy a llamarlas amigas, por comodidad–, que se quedan embobadas y asintiendo sus lecciones de ama de casa, de mujer y de amante. El procedimiento de la mala es complejo. Se mezclan sonrisas, actos generosos, confidencias, consejos, recomendaciones y censuras a lo tontas que son con sus esposos las que he denominado amigas. A menudo, la amiga se encuentra en una situación crítica y necesita charlas con otra mujer; la mala aprovecha la situación: aprueba cuanto la amiga expone, nunca la contradice, y ésta se siente segura de que su actuación con el esposo siempre ha sido primorosa, correcta y decorosa. Consecuencia evidente: el culpable es él. Y es el culpable de todo. Especialmente cuando se procede a la segunda fase: la mala comienza su enumeración de las bondades de su propio esposo. Éste no la hace ni caso, es un vago, y ni es un adonis (los hay) ni un adinerado galán (que no abundan). Pero tiene el poder del tono y de vez en cuando esconde su vaciedad o su nulidad –tal vez su claudicación– con una gracia, un gesto que emboba a algunas mujeres, o un tono especial que las embauca como una serpiente con su bisbiseo.

Malas (I)

Ahora mismo me viene a la cabeza el último libro de Carmen Alborch, Malas, que ella me envió con gran gentileza y que, con prisas, leí hace un par de años. Aunque la verdad es que por su desarrollo y contenido el libro poco tenía que ver con lo que me produjo hoy el recuerdo. Y es que en la rueda de prensa tras la presentación de mi novela, otro crítico había acusado a mi obra de misógina y esto me dolió enormemente. Reconozco que El obelisco y la cruz rezuma misoginia por todas partes, de las conversaciones y comportamientos de todos los personajes, a excepción del protagonista Juan Vergescott (ya explicaré por qué le presté mi nombre y lo que esto produjo en crítica y público). Hoy pensaba que el libro de la ex-ministra debería también de haber tratado del mal que algunas mujeres provocan sobre otras mujeres, o, dicho de otro modo, cómo las infelices, ineducadas y entrometidas comienzan a urdir sus confabulaciones, invenciones y mentiras para que sus amigas acaben convirtiéndose en unas desdichadas, insatisfechas y furiosas. Sé que con esto confirmo la misoginia de la que se me censuraba. Así parece, pero no porque yo sea misógino. Confieso que es al contrario hasta el exceso, pero es que algunas mujeres me han hecho tanto daño que no encuentro otra forma de defensa que mi propia escritura. La escritura siempre ha respondido, entre otras muchas causas, a una especie de venganza y también de construcción de un ambiente y de unos personajes de los que no disponemos en la realidad actual que tenemos a mano.

Y la crítica (y III)

Pero a lo que yo me aproximé al ordenador hoy era al asunto de la rueda de prensa que siguió a la presentación de la novela. Un crítico de un diario de Madrid cuyo nombre omito porque no merece constar en estas páginas... Ah, por cierto. Hay quienes se han preguntado por qué en mi obra lo desagradable para mí se vela, por qué sus nombres son sistemáticamente omitidos. A lo que contestaré que porque me parece que hay personas o instituciones que no merecen aparecer en mi obra, que, aunque modesta, es mía y yo mando, por ahora, sobre ella. También en mi casa entran quienes yo quiero. Bueno, o quienes quiere María, mejor dicho. Pero, como decía, el crítico me preguntó que por qué el protagonista se llamaba, precisamente, como yo. Yo le respondí que pensaba que merecía aparecer en una novela mía, que, repito, es mía. También soy profesor de inglés, vivo en La Rondilla, me gustan Verne, Borges y Scott e hice mi tesis sobre Defoe. Claro que no tengo un amigo detective, pero sí se llama Severo Angulo mi amigo de Hacienda. Y bien que investiga. Pero a lo que iba es a esa maldita pregunta, que me ha sumido en una serie de reflexiones acerca del problema de identidad del escritor de novelas. Por qué no podría yo protagonizar mi propia novela, si otros lo han hecho antes, aunque la mayor parte no han tenido el valor de dejar esa constancia con el nombre propio y, en cambio, se esconden tras un alias. Yo he sido más valiente, me parece. ¿No creen que Conan Doyle hubiera deseado haber sido él mismo el desvelador del misterio de Utah? ¿O Chandler, deambular por unas calles lluviosas con los ojos bajos para evitar la mirada de Carmen Sternwood? ¿O que Stevenson hubiera pasado una temporada de su infancia a bordo de la Hispaniola a pesar de John Silver el Largo? Pues yo he dado un paso más en la narrativa contemporánea. Me parecía que el nuevo milenio había de iniciarse con un nuevo riesgo narrativo: el autor es el protagonista, que asuma ese peligro. Y el crítico me arroja esa pregunta con la ignorancia lectora de un analfabeto. Entonces me pregunté temeroso: si un crítico no había captado esa aventura estructural, qué captaría el lector común.

Y la crítica (II)

Hace tres meses que comencé estas reflexiones y varias circunstancias me han hecho retomarlo, me temo que por un buen tiempo, pues han concurrido en mi vida diversas circunstancias que me impelen a tomar la pluma, como se dice, y porque no tengo ideas ni ganas de reiniciar nada mientras comienzo las presentaciones por cajas de ahorro, grandes almacenes, alguna librería y otros lugares sí más propios. Los viajes en tren, las esperas en emisoras de radio o en los pasillos de diarios y otros medios puedo distraerlos con la redacción de alguna nota que desarrollaré en la soledad de las noches de hotel. Y ha de recordarse que estas líneas quieren convertirse en terapia o foro de reflexión privada acerca de cuanto me preocupa o pienso que ha de razonarse acerca de las contingencias del acontecer diario. Lo digo porque se puede creer desde ahora que esto será un combate de él contra ella, y nada más lejos de mi intención. Claro que María es lo que más me preocupa, pero también me inquietan otros aspectos de la realidad cotidiana. Y ahora iba por la presentación, a la que no acudieron demasiados medios, pero no es de extrañar tras cinco años de silencio. Con silencio me refiero a los años de sufrimiento que he pasado encerrado para parir la que creo mi mejor obra. Es una novela larga, lo cual siempre impresiona así de primeras, y muy rica. El argumento es complejo, porque se entrecruzan varias historias en una trama mágica que va desde La Rondilla de fin del milenio hasta las oleadas migratorias de los pueblos indoeuropeos. Hay dos crímenes, viajes, objetos ocultos, manuscritos, druidas contemporáneos, infiernos, nostalgia, amistad, apocalipsis y búsquedas de orígenes. Resulta una novela total. Ya sé que no están de moda, pero salió una novela total que reconstruye el poblamiento de La Rondilla desde las llegadas de los primeros celtas a este valle hasta los crímenes perpetrados sobre dos profesores universitarios en mi ciudad y en otra escocesa que está en la mente de todos (por fortuna, la prensa ha voceado mucho este hallazgo). La trama se desarrolla fundamentalmente en estas dos ciudades, pero también marcha a Irlanda, Galicia, Centroeuropa y los caminos de las migraciones, desde las riberas del mar Negro hasta las orillas norte y sur de la cuenca mediterránea (no anticipo más: el que quiera saber más que se la compre). Es una novela ambiciosa y muy arriesgada, compleja (una periodista metida a novelista de éxito dijo de la suya que era una “novela cóctel”). Al asumir este riesgo por fin he logrado lo que había soñado desde que quise ser escritor: conseguir la novela de Valladolid. Esta idea me la habían pisado varios últimamente. No quiero mencionar sus nombres, porque no merecen aparecer aquí. El caso es que mi novela, iniciada en 1996, se ha prolongado en su confección hasta hoy. Y lo peor de todo es que me encontraba ya tan angustiado ante tanto robo de ideas que preferí darla por terminada. La mayor parte de las historias quedan cortadas sin más, pero el lector las completará a su gusto. No podía ya terminar tan magna obra, ni sabía por dónde, la verdad sea dicha. Pero el dejar así esas historias, lo que aporta un sabor antiguo, de manuscrito cercenado, de ruina viva que espera la restauración de un discípulo o la reconstrucción de un crítico avisado. Traté de creerme que esa era una solución: dejar todo sin terminar y que el lector se las componga. No se podían desperdiciar tantas brillantes ideas y un mundo tan abigarrado como el que presenta la obra. También hay escultores que realizan una figura humana sin cabeza o sin brazos, o un busto, simplemente, o pintores que solucionan su cuadro con tres brochazos, muy bien pensados, dónde se imprimen esos colores, pero tres, ni más ni menos, y ahí están expuestos en el Patio Herreriano como la octava maravilla del mundo. ¿Por qué no un escritor puede cercenar su historia y ofrecer a los lectores ese espacio a la libertad de su creación?

Y la crítica (I)

Al principio, María me leía cuanto yo escribía. Después, muy pronto, dejó de interesarla. De El obelisco y la cruz sólo ha leído hasta los cinco primeros capítulos. Yo insistía en que necesitaba que leyera más para que me diera su opinión, pues la consideraba en mucho como crítica hacia mi obra. Pretextaba excusas de lo menos convincente. Por ella comencé a redactar una novela más accesible, si se quiere usar este término, para evitar sus evasivas y, por supuesto, también porque mi concepto de la narración había variado en los últimos años. Pues resulta que en más de un lustro que me duró la confección de la obra, no pasó del capítulo quinto. Yo sé que a pesar de todo la estructura se complica, que los personajes son bastantes, y que en algunas ocasiones el léxico puede no ayudar a María. Pero a ella la atraían las tramas policiales, las aventuras del barrio con mis amigos de la infancia, las correrías por la Universidad... Creí que esta novela la gustaría y no pasó de las cincuenta páginas. Con esa actitud, ¿cómo me va a dar fuerza para continuar con la obra? Si alguien que supuestamente me quiere, o me soporta, diré, no es capaz de leer por mí, aunque no la guste, una novela que yo he escrito, ¿qué harán los lectores, que ni me conocen ni les intereso lo más mínimo? ¿No es un desaire mayor hacia mí y hacia mi obra, hacia el objeto que nos permite vivir con dignidad? Y pido perdón a mi libro por lo de objeto, pero se me entiende. ¿Tanto aburre? ¿Tanto aburro? Pues se me dice y se acabó. Porque para mí ella era mi mejor crítica. Me animaba su sonrisa, me activaba el cuerpo y la mente su caricia mientras leía el manuscrito aquí en pie junto a mí, me contravenía en algún punto o escena que pensaba que no convenía. Yo que leo y releo sus papeles profesionales, casi cada día, lo cual no me molesta para nada, he de decirlo, ¿no merezco, siquiera como contrapartida, que se lea mi trabajo? Y aseguro que mis narraciones son más interesantes que los informes y formularios que me toca corregir a mí. Y, lo más importante, ¿qué amor, o cuánto amor hay si la supuesta persona amada no se esfuerza un poco en ti? Pero no quiero continuar con este asunto, porque tampoco se levanta del sofá o de donde esté a hacerme el favor de moverme cualquier cosa por no sé qué razón, lo que al principio califiqué de actitud feminista pero que a menudo considero vicio de desidia, que se aplicaba sólo hacia mí y todo lo mío.
Pero lo de la crítica me ha venido por algo que deseaba comentar acerca de lo que me ha ocurrido esta semana cuando presenté El obelisco y la cruz.

Los desaires

Los desaires, voluntarios o no, jalonan el trayecto que conduce al desánimo en la pareja. Imagino que en los matrimonios ocurre lo mismo. Ah, creo que no dije que acabamos por decidir no casarnos. A mí me aterraba el matrimonio y lo consideraba una moda estúpida. Una pareja puede comprometerse sin necesidad de que un juez civil o religioso lo supervise y permita. Además, al principio no disponíamos del dinero que requiere una celebración como las que se acostumbran aquí y me parece que en todas partes. Así que no nos casamos. Eso ahora es una ventaja, lo sé. Pero tal vez eso mismo haya resultado el inicio de mi desasosiego, porque del matrimonio, o te divorcias o te aguantas. Pero de la convivencia en pareja sólo basta con una separación. El dolor es el mismo pero el lío resulta menos. Este sentimiento, junto a los desaires y algunas otras vivencias, fueron golpeando el edificio en principio sólido de nuestra relación. Los riesgos románticos, los gestos solemnes, los detalles encantadores de los orígenes de la relación se fueron desvaneciendo, es cierto, pero aún me quedaban formas de poder mostrarme obsequioso.
– He comprado este disco, que sé que te gustaba.
– Bueno, ponlo por ahí, que ahora estoy muy ocupada.
Y como pasaban los días y no había desprendido al compacto de su preservativo, la grabo uno con algunas canciones que sé que la encantan. Lo pongo en la cadena cuando ella pasa por ahí. Silencio, por su parte. Y yo subo el volumen, para ver si de una vez escucha esa música especial para ella. Nada ocurre.
– ¿Te gusta el cedé que te he grabado?
– Ah, sí. Está muy bien.
Silencio, por su parte, de nuevo. Y lo mismo ocurre cuando vas al vídeoclub a por una película que le gustaba, cuando al regreso de un viaje de promoción la traes un libro, otro disco, un recuerdo... Y ante la indiferencia, tú preguntas que por qué nada le gusta y te contesta:
– Yo lo que quiero es que me regales flores.
Y, claro, de un viaje no se traen flores. Además, las flores se las había dejado de regalar hacía dos años por unas buenas razones que ya contaré. Cuando empecé a indultarla y decidí volver a regalarle flores en su cumpleaños, me empezó a dar vergüenza que los vecinos me vieran con el enorme ramo. Antes, ellas miraban con envidia el ramo y debían imaginar: “¡qué hombre!”. Ellos, en cambio, me observaban desde abajo hasta el manojo de claveles y pensaban: “¡qué gilipollas!”. Ante esa nueva certidumbre, evitaba en lo posible regalarle flores. En el último cumpleaños le regalé una planta de no sé qué y vaya, un gracias y un qué bonita. Después me tocó comprarla una maceta más amplia, un macetero de madera que lo separara del suelo y evitara que empapara y arruinara el parquet y un abono adecuado porque las ramas se debilitaban en exceso y caían. Un ramo de claveles me hubiera salido más barato. Pero a la larga, la planta es más rentable, porque la ves a diario, y el ramo se echa a perder en unos días. Y nadie se acuerda. Ni ella se acuerda de las decenas de ramos que la compré al principio, ni los discos, ni los libros, ni los vinos, ni... ni... El desaire impide que el aire corra y la relación se oxigene. Y perdón por una imagen tan estúpida, pero me parece clara, oportuna y casual porque aprovechando una cierta etimología popular se convierte en un significante eficaz. Con todo, los desaires los fui sintiendo como las señales del definitivo cambio de rumbo de nuestra relación y el síntoma de los principios del fin. Su desinterés por todo lo mío conllevaba un creciente interés por todo lo suyo y, como mi nueva novela ya no trataba de ella, como la fracasada anterior, dejó de atraerla mi obra.

Así es todo

En un principio, era ella. Ella significó una sacudida de tal envergadura en mi vida que la única solución era el matrimonio. Pasamos un noviazgo no demasiado largo porque no queríamos perder el tiempo. Necesitamos un año para que ella obtuviera una licencia sin sueldo y aprovechar los doce meses que la concedieron para efectuar los asuntos personales que requiere un cambio tan importante en la vida. Permaneceríamos juntos un año y después ya veríamos lo que podríamos hacer. Pronto llegó nuestro segundo aniversario y, por tanto, la fecha de su regreso a Huelva y aún no sabíamos qué rumbo tomar. Lógicamente, su trabajo era fundamental para ella y por entonces yo sólo podía algo difícilmente mantenernos. Entonces se publicó mi segunda novela. La primera pasó desapercibida, pero yo tenía grandes esperanzas en la segunda, Historia de los días y las noches, y la crítica fue muy positiva. Las ventas, en cambio, resultaron escasas. Sin embargo, ahora he de decir que con el tiempo la novela se ha vendido muy bien. El boca a oído se ha convertido en la forma óptima en que mis obras se han ido defendiendo bajo las tempestades comerciales en que se embarcan las grandes editoriales. Por fin, El obelisco y la cruz viene avalada por un sello importante y no requerirá de las luchas iniciales contra títulos célebres para encontrar un hueco en las estanterías de las casas de algunos lectores. Y esto después de no haberlo conseguido en los escaparates de las librerías de, cuando menos, mi ciudad, a la que he convertido en el marco excepcional en el que se desarrollan tramas que van del drama romántico al cuento gótico, de la novela histórica a la ficción fantástica. Valladolid, sí, es mi musa. Mi sueño era convertirla en una especie de capital tan fértil como las de Dumas, Galdós, Doyle o Auster.
Como decía, por entonces, cuando se publicaba mi segunda novela, debíamos tomar una decisión. O se regresaba, o se quedaba conmigo sin trabajo. Ella decidió permanecer a mi lado. Cuando uno tiene treinta años piensa que le ha llegado toda la fortuna de un golpe. Diez años después, las dudas han opacado por completo el horizonte. Y veinte más tarde, uno se encuentra en la situación en que yo me hallo ahora: las dudas han dado paso a la incredulidad y al ansia de cambio. A los cincuenta, se ha de sobrevenir el vértigo ante ese nuevo paso al frente, y a esto sí que no pienso llegar, porque sé que ese paso no ha de ser necesariamente al abismo, me parece. Pero hace dos décadas, la ilusión se reflejaba en el rostro de María tanto como en el mío; nuestra casa era un elíseo feliz y la cama, un campo de batallas dulces y feroces en las que a diario nos ejercitábamos. En el presente, el pasado es una ficción antigua y ante el peligro de ésta ha de lucharse para que la realidad se imponga. Así es todo. Pero hay que comenzar por el principio, como ya dije. El caso es que en los primeros tiempos de convivencia comencé incluso a impartir clases de inglés fuera de mis horarios de clase para poder sobrellevar la casa. Al año, sin embargo, María había encontrado aquí un buen trabajo. Comencé a verla menos, pero la economía iba mejor, lo que parece hoy en día más importante que la relación misma. Cierto que con una buena relación de pareja puedes irte a la cama a diario, pero con dinero llegas a más partes. Así se mira hoy todo hasta que uno se da cuenta de que por qué en cama propia si se puede en ajena. Al poco, decía, caí en una depresión atroz. Mientras caminaba por el filo de esa navaja, sentía que ella comenzaba a menospreciarme y a rechazarme. Cuando salí de ese estado y vi la realidad diáfanamente, comprobé que efectivamente ella me menospreciaba tal vez por haberme dejado arrastrar por la pesadilla del desaliento y me rechazaba porque había dejado de ser un mito vivificante para, sin pasar por el estado de hombre, convertirme en un bicho nauseabundo. La depresión ha sido más larga de lo que pensé, me dije. Efectivamente, cubrió desde el principio hasta el fin de nuestra relación, porque lo que hubo después no puede calificarse ya como una relación madura y auténtica sino como un simulacro tácitamente pactado, y lo que hubo antes de todo es lo de siempre, los preámbulos felices en que todos nos embobamos. Y ya he dicho antes que eso, que el pasado es ficción.