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Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

Los desaires

Los desaires, voluntarios o no, jalonan el trayecto que conduce al desánimo en la pareja. Imagino que en los matrimonios ocurre lo mismo. Ah, creo que no dije que acabamos por decidir no casarnos. A mí me aterraba el matrimonio y lo consideraba una moda estúpida. Una pareja puede comprometerse sin necesidad de que un juez civil o religioso lo supervise y permita. Además, al principio no disponíamos del dinero que requiere una celebración como las que se acostumbran aquí y me parece que en todas partes. Así que no nos casamos. Eso ahora es una ventaja, lo sé. Pero tal vez eso mismo haya resultado el inicio de mi desasosiego, porque del matrimonio, o te divorcias o te aguantas. Pero de la convivencia en pareja sólo basta con una separación. El dolor es el mismo pero el lío resulta menos. Este sentimiento, junto a los desaires y algunas otras vivencias, fueron golpeando el edificio en principio sólido de nuestra relación. Los riesgos románticos, los gestos solemnes, los detalles encantadores de los orígenes de la relación se fueron desvaneciendo, es cierto, pero aún me quedaban formas de poder mostrarme obsequioso.
– He comprado este disco, que sé que te gustaba.
– Bueno, ponlo por ahí, que ahora estoy muy ocupada.
Y como pasaban los días y no había desprendido al compacto de su preservativo, la grabo uno con algunas canciones que sé que la encantan. Lo pongo en la cadena cuando ella pasa por ahí. Silencio, por su parte. Y yo subo el volumen, para ver si de una vez escucha esa música especial para ella. Nada ocurre.
– ¿Te gusta el cedé que te he grabado?
– Ah, sí. Está muy bien.
Silencio, por su parte, de nuevo. Y lo mismo ocurre cuando vas al vídeoclub a por una película que le gustaba, cuando al regreso de un viaje de promoción la traes un libro, otro disco, un recuerdo... Y ante la indiferencia, tú preguntas que por qué nada le gusta y te contesta:
– Yo lo que quiero es que me regales flores.
Y, claro, de un viaje no se traen flores. Además, las flores se las había dejado de regalar hacía dos años por unas buenas razones que ya contaré. Cuando empecé a indultarla y decidí volver a regalarle flores en su cumpleaños, me empezó a dar vergüenza que los vecinos me vieran con el enorme ramo. Antes, ellas miraban con envidia el ramo y debían imaginar: “¡qué hombre!”. Ellos, en cambio, me observaban desde abajo hasta el manojo de claveles y pensaban: “¡qué gilipollas!”. Ante esa nueva certidumbre, evitaba en lo posible regalarle flores. En el último cumpleaños le regalé una planta de no sé qué y vaya, un gracias y un qué bonita. Después me tocó comprarla una maceta más amplia, un macetero de madera que lo separara del suelo y evitara que empapara y arruinara el parquet y un abono adecuado porque las ramas se debilitaban en exceso y caían. Un ramo de claveles me hubiera salido más barato. Pero a la larga, la planta es más rentable, porque la ves a diario, y el ramo se echa a perder en unos días. Y nadie se acuerda. Ni ella se acuerda de las decenas de ramos que la compré al principio, ni los discos, ni los libros, ni los vinos, ni... ni... El desaire impide que el aire corra y la relación se oxigene. Y perdón por una imagen tan estúpida, pero me parece clara, oportuna y casual porque aprovechando una cierta etimología popular se convierte en un significante eficaz. Con todo, los desaires los fui sintiendo como las señales del definitivo cambio de rumbo de nuestra relación y el síntoma de los principios del fin. Su desinterés por todo lo mío conllevaba un creciente interés por todo lo suyo y, como mi nueva novela ya no trataba de ella, como la fracasada anterior, dejó de atraerla mi obra.

1 comentario

marta -

Estás consiguiendo ser voluntarioso y escribir a diario. Es maravilloso recuperar el placer de las entregas tipo folletín. He vuelto hoy y he leído las dos últimas entradas. Cambio de tema y un montón de reflexiones interesantes. Están muy bien, y tienen algo de suspense que engancha... que es de lo que se trata, en parte.