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Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

Malas (III)

Y la mala comienza la tercera fase: “... pues mi marido hace, mi marido habla, mi marido piensa, mi marido me...” Y todo lo que su esposo hace o la hace es lo mejor. Y uno pregunta: ¿Por qué nunca está con él? Pero la amiga no piensa en eso, sino en “... pues ni mi marido hace, ni mi marido habla, ni mi marido piensa, ni mi marido me...”. Cuando la amiga regresa a casa y encuentra a su esposo, que en este caso –el mío– es un hombre trabajador, que colabora en la casa –no olvidar hacer listado de actividades en que colaboro, o colaboraba, mejor dicho–, que por contentar a su pareja ni fuma ni bebe ni sale por ahí, gana un buen dinero y tiene una posición social regular, el hombre recibe tal sarta de censuras que se queda tambaleando. O, cuando menos, un silencio gélido, lo cual resulta más grave. Aunque queda la etapa final. Como la amiga y esposa ha visto que el marido (por citar dos conceptos -esposa y marido- aquí incorrectos, pero para entedernos) no reacciona ante tanto ultraje que ella ha sufrido durante siglos, se la ocurre invitar a la mala a casa. Es una más de las tantas invitaciones que ella sí puede hacer, porque como pone la comida pues pone a los invitados. Entonces, en la reunión, se procede a, de manera abreviada, ir de fase a fase para desarmar, humillar y vencer al enemigo, que es el hombre. Un hombre que –me refiero muy modestamente a mí, al menos– no tengo nada que envidiar al adonis de gentileza de la mala. Y el hombre –del que, por caprichosa abstracción, se obtiene una imagen lamentable, cruel y miserable–, el que era esposo o pareja de la amiga, sí tiene educación y aguanta embates, uno tras otro, y soporta como un esparrin, pero si tiene un poco de dignidad y un algo de orgullo, tras plato y plato de golpes, acaba por responder y, aunque no manda a la mierda a la mala, también por educación, termina por discutir con la pareja, por confianza de él y por estupidez de ella. La cortesía se agota. Ellas, que han bebido, como siempre, en exceso una cantidad de vino y licores que ni el cuerpo de un varón soportaría sin un trastabilleo mental, se acaloran, atacan unidas, se arropan entre ellas. El combate es dos contra uno. Y él dice algo que ya ni recuerda y se marcha agraviado, ofendido y ultrajado. En su propia casa, alguien ha venido a reconvenirle su actuación –incluso poco importaría si correcta o no por parte del esposo–; la hospitalidad se paga con veneno. Y la amiga marcha hacia él para decirle que le pida disculpas a la mala. Él lo hace, pero no se humilla de nuevo sino que lo hace a su modo. Aunque sólo como última concesión a años de convivencia con su ex-esposa (repito que no fue esposa oficial, como sabe el lector, pero para el caso es lo mismo), por el tiempo juntos, por los momentos en que se tenían confianza, por el amor que compartieron antes de la basura que comenzó a caer después.

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