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Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

Noa (y II)

El tiempo confirma que los encuentros son siempre mágicos y los desencuentros finales obedecen a designios demoníacos. Son los acontecimientos de fas y nefás, decían los latinos. Con todo, el amor responde a coincidencias de índole histérica que el hombre es incapaz de controlar. La mujer, como habitante situado entre la tierra y el cielo, sí es hábil en comprender las informaciones trasmitidas desde el azur. El hombre es incapaz, normalmente, de interceptar y comprender las analogías. Las mujeres, generalmente, son más sensibles e inteligentes, hermosas y animosas, aunque los hombres somos mejores en muchas cosas: la bolsa, el fútbol y el boxeo, por citar unos casos casi al azar. Noa lo era también en la bolsa y el boxeo, pero no la dejé que practicara mientras estuvimos juntos.
Nunca conocí mayor dulzura que la de Noa, ni locura que la de esta mujer que me enloqueció tan irreparablemente. Acostumbro cada día a pasear bajo su ventana, bajo la misma ventana sobre la que yo me alzaba veinte años atrás para dejarle a diario mensajes, flores o pastelitos de chocolate, que la encantaban, desde el tiempo en que se deprimió y una agorafobia espantosa la impidió salir de casa durante varios meses. Yo no entendía entonces muy bien aquello, pero lo soporté. Incluso soporté que el día que salió de casa tras meses de encierro fuera para no regresar. Ella no tenía dinero; yo guardaba algo de mis trabajos en el verano, y la pagué un alquiler en mi barrio, la compraba comida y la ayudaba en cuanto podía. Su familia me insultó. Yo ya me había acostumbrado a los insultos de Noa, así que no respondí a esas provocaciones de sus familiares porque yo amaba a Noa y la ayudaba por puro amor. La defendía frente a sus vecinas, que la acusaban de no preocuparse del estado de las cosas en la casa, y la defendía de ella misma, pues comenzó a entrar en una dejadez insoportable. Pero cierta mañana, decidió regresar a la casa de sus padres. Yo acepté. Yo quería ser tan abierto, comprender todo, aceptar todo, que incluso habría admitido que los burros volaran, pensaba entonces. Lo que ya no consentía eran sus constantes reprobaciones acerca de mis estudios, sus incitaciones a que abandonara mi carrera. Si algo podía competir con mi amor por ella era la literatura, porque en la literatura estaban Helena, Penélope, Dido, Laura, Beatrice, Isabel Freyre, Melibea, Julieta, Dulcinea, Carlota, Annabel Lee,… Eran demasiadas rivales contra Noa. Y la abandoné tras un largo calvario que continúa hasta hoy.
Casi cada día, doy un paseo junto a su casa y dependiendo de la hora del día su ventana está abierta o cerrada. Después de tantos años, sigue sola, encerrada en su castillo, como la princesa del poema de Rubén Darío, tal vez esperando al príncipe de Golconda o de China, o al rey de las islas de las rosas fragantes, o al soberano de los claros diamantes, o al dueño orgulloso de las perlas de Ormuz. Yo no era, como dice Darío, el feliz caballero que la adoraba sin verla y que llegaba de lejos a encenderle los labios con un beso de amor. Yo no le ofrecía esa felicidad que encontraba en sus ensoñaciones, en sus invenciones de historias amorosas y en sus recreaciones de admiradores exóticos, magrebíes y orientales. Yo le escribía cuentos que con frecuencia disfrutaba porque ella y yo éramos los protagonistas, como después lo hemos sido en todas mis novelas. Pero la desagradaba cuanto de real pudiera yo inconscientemente dejar caer en el relato.
Noa vivía entre el mundo y la fantasía y yo no pude ya soportarlo porque mi egoísmo, abierto sobre todo por las amistades que me veían sufrir con esa situación, venció al estado de irrealidad al que ella me animaba a trascender. Tal vez no la amaba como merecía, como ella necesitaba, quiero decir. Porque hay mujeres tan elevadas que requieren de un amor de tal orden que sobrepasa lo humano, o al menos lo que yo pudo ofrecer. No existen celos, pero sí la exigencia de que cada día hay que probar el amor arrojándose desde un puente. Yo me arrojé desde el puente en numerosas ocasiones, pero comenzó a hacérseme dolorosa la caída y pesarosa cada ascensión desde el fondo. Y al llegar arriba, ya no encontraba el beso que premiaba mi esfuerzo. Y sentí que para ella, mi función era permanecer abajo, en el fondo, y remedar cada día el drama de Sísifo.
Con Noa leía, escribía, nos acariciábamos. Lo demás era una pesadilla, pero tan hermosa. Hoy de nuevo pasaré bajo su ventana, que por la mañana habrá dejado abierta, y recordaré cuando hablábamos de libros, y de nuestros cuerpos, y de mi amor y de mi deseo, y de sus sueños. Y miraré a cada mujer pelirroja, graciosa y lejana con que me cruce por esas calles. Quizá un día salga de su castillo y podamos, al menos, reanudar esas conversaciones, sobre libros, o sobre el pasado, porque ya el futuro como que nos quedó muy lejos.

2 comentarios

Juan -

Petra,
gracias. Es un mundo muy pasado, pero veremos. No dejo de buscarla para saber qué ha sido de ella y que siente ahora. En estos días sus ventanas están cerradas.
Besos. J.

petra -

Qué bella historia Juan. Cómo me gustaría leer más del mundo de Noa, su mundo...
Cariños. P.