Blogia
Vida y opiniones del caballero Juan Vergescott

Noa (I)

A Noa la conocí cuando comencé mis clases en la Universidad, aunque sin duda en alguna ocasión me había cruzado con ella en el instituto. Entonces sí había oído hablar mucho de ella: su pericia en las traducciones de Julio César, Cicerón y Virgilio, o su sorprendente actitud en las vacaciones en Italia, donde yo no fui porque salía con una chica muy celosa y no quise que sufriera mi ausencia. Parece que todos los italianos se peleaban por ella y las otras muchachas comenzaron a hacer correr unos bulos de envidia que llegaron a mis oídos, lo que se añadió a la imagen mítica que con retazos contradictorios iba yo fraguando en mi mente de aquella mujer. Pero hasta que no inicié mis clases en la Universidad no la conocí y pude hablar con ella. Era tan inteligente y hermosa que parecía un sueño, y en esa categoría se quedó para mí: un sueño.
Y pasó el primer curso. Al iniciarse las vacaciones, la muchacha celosa me abandonó porque su hermana me había descubierto conversando con una amiga a la que yo no había visto hacía años y con la que por ello me apetecía hablar, por ver cómo le iba la vida y contarle que la mía marchaba bien. La famosa hermana me vio en la calle hablando con esa otra amiga y la celosa me abandonó indignada. Hoy esto parece increíble, pero entonces a la incredulidad se añadía la indignación y el drama.
El verano pasó y se llegó septiembre, cuando había de cumplimentar la matrícula para el nuevo curso. Mi verano había sido doloroso: por las tardes bebía litronas sobre la hierba -y ya ebrio escribiendo mi tragedia-, tras regresar de unas excavaciones arqueológicas en un pueblo de una provincia próxima de donde extrajimos varios ajuares de la Edad del Bronce. Pero el día de la confección de la matrícula para el nuevo curso parecía el inicio del cambio, porque fue mucha la casualidad cuando en el único exacto punto en que naturalmente se cruzaban los caminos a la Universidad de Noa y el mío, ocurrió el milagro. Sólo ahora que vuelvo a ese tiempo acabo de percatarme que ese mismo punto fue en el que la hermana de la celosa me vio hablando con aquella amiga y en el que por última vez, a los tres días, charlé infructuosamente con mi pareja para que regresáramos juntos. Sí, ese punto es mágico en la ciudad: se eleva ahí la iglesia tardorrománica de La Antigua –la que adoran en esta ciudad católicos y ateos-, que ya abre el gótico más precioso y antes debió existir un punto arcano donde a buen seguro que se realizaban ritos propiciatorios de la agricultura y de iniciación bajo un roble en época vacea. Si no, me pregunto ahora que recuerdo esto, por qué todo sucedió en aquél mismo punto, al amparo de esa coqueta iglesia que representa a la ciudad. Si yo no fuera un tanto incrédulo, pensaría que algo interesante se produjo entonces en ese mismo reducido espacio. Que yo no lo crea no quiere decir que no se produjera.
Pero yo quería recordar a Noa. Lo cierto es que lo hago cada día desde aquel momento. Y es un dolor tan profundo, sólo comparado al que ella me infringía a diario cuando nos veíamos. Porque después de encontrarnos la mañana de la matriculación, y charlar un buen rato –yo estaba emocionado-, pasaron los días y comenzó el curso. Yo seguía sentado tras ella como en el anterior, hasta que llegaron las primeras calificaciones. Era un examen de árabe. Todo el mundo sabía que yo no cometía ni un solo error en esta materia. Había que probar si seguía esa misma pericia mía con el nuevo curso. Esperábamos las calificaciones cuando Noa me ofreció una invitación a cenar si en la corrección se demostraba que continuaba sin cometer un solo fallo. Así fue; tenía un 10. Y ese mismo sábado por la noche salimos juntos a cenar.
Esa cena maravillosa y la compañía de aquella muchacha inteligente, sensible y bella como ninguna se fijó tan indeleblemente en mi recuerdo que hasta hoy me duelen sus consecuencias. Desde entonces, todo ha sido un arrastrarme por la vida con un recuerdo a cuestas que ha determinado indefectiblemente mi vida. Casi a diario, cuando paso bajo su ventana evoco aquellos tiempos en los que se mezclaba el placer y el dolor. Me pregunto si la decisión de abandonarla fue la adecuada o debía continuar soportando los efectos de un carácter complejo que con frecuencia me hacía sentirme humillado.

2 comentarios

juan -

Petra, no sé si existía esa humillación o es que yo me sentía humillado. Trataré de explicarlo, aunque no es sencillo.
Besos. J.

petra -

Soportar la humillación. Creo que eso, Juan, es para decidir abandonar cualquier cosa. ¿Pero esa "humillación" era tal?
un beso, P.